El tabaco que consumió al cronista
- Isela Rodríguez
- 25 jul 2018
- 5 Min. de lectura

EL ANCIANO RESPIRA DESPACIO. Sentado en un viejo sillón, frente a una pequeña mesa de madera, el hombre busca entre cajones y carpetas. Lo observo. Mientras busca, su ahora frágil mano tiembla. Esas manos y piel avejentada, cabello corto y bigote con distintas tonalidades de gris y blanco. Marcas de la edad y la experiencia que le ha dado la vida. Pero hay algo que al verlo me incomoda.
Detrás de él, en una manta casi del tamaño de la pared. La imagen del Señor de la misericordia de Amula, santo patrono de San Gabriel, y de la que el hombre sin duda es devoto. Está pintada. Debajo, la firma caligráfica del autor. El mismo hombre que se encuentra frente a mí.
Miro hacia la izquierda y ese sentimiento de incomodidad resurge. Un tanque verde cilíndrico está colocado al lado del sillón. De él, sobresale un largo tubo transparente de color azul. En el extremo, es separado debajo de sus orejas y reunido en sus fosas nasales. La cánula le proporciona el oxígeno que sus pulmones no pueden procesar. Consecuencia de años y años del consumo de cigarro. Causante del enfisema pulmonar, que ahora lo mantiene en un largo proceso enfermedad.
Recuerdo muy bien aquellos tiempos de mi niñez, en los que le veía fumar sentado frente al escritorio de su oficina, que fungiera por algún tiempo también como su hogar. Rodeado de grandes cerros de papeles, fotografías y todo tipo de antigüedades que muy a su estilo coleccionaba. Cuyo color, son la evidencia del tiempo y su historia misma. El lugar podría no haber sido el más ordenado, pero sin duda, el hombre sabía el sitio exacto en el que se encontraba cada cosa cuando le necesitaba.
Una taza de café terminada, (adicción de todo escritor), se posaba siempre sobre su escritorio. De lado, un cenicero con unas cuantas colillas de cigarro Marlboro rojos.
Cada noche, al finalizar los partidos de voleibol que jugaban jóvenes y adultos en la cancha trasera, que conecta el DIF municipal y la Casa de la cultura. Mi madre, que practicaba ese deporte y a quien el anciano llamaba changa, junto con otros jugadores de apodos extravagantes como quique, chava, el bíper, y pipo. Se reunían en su oficina a fumarse un cigarrillo.
Mientras lo hacían, el anciano les contaba los avances de sus trabajos. El relato de alguna de sus tantas fotografías tomada por él mismo años atrás. Pues durante un largo tiempo había sido el único fotógrafo del pueblo de todo acontecimiento social, político e histórico. Además, hombre aficionado a la actuación. Que rindió frutos al obtener la mejor representación en el papel de Jesucristo en el viacrucis viviente en 1978 y 1981.
Emocionado mostraba el progreso de una pintura al óleo casi terminada. Muestra de un pintor autodidacta que refleja la historia del pueblo, al que él llamaba “San Gabriel, mi querida pequeña ciudad”. Al fondo, la imagen del volcán de nieve de Colima. En el frente la protagonista de la pintura. La primer ermita construida en un potrero, delante de aquel árbol de mezquite del cual, dice la historia, el Señor de la misericordia de Amula no quiso irse y a partir de entonces se fundó San Gabriel.
Exigente en todos sus trabajos les ponía dedicación. Pero había sin duda una afición e interés en la traducción de algún antiguo escrito y su minuciosa restauración en photoshop, que utilizaría para la corrección y aumento de su libro “APUNTES PARA UN ENSAYO HISTÓRICO SOBRE LA ANTIGUA CIUDAD DE SAN GABRIEL, JALISCO. Publicado en 1976 de forma incompleta, con motivo del IV Centenario de la Fundación de San Gabriel, al que desde 1968 llevaba dedicándole gran parte de su tiempo.
Toda demostración de su trabajo, sería bien recibida por quien le visitara. Así fuera algún extranjero, colega o los mismos curiosos jugadores. A los que no dudaría entre bromas y muy a su estilo de humor; después de haber fumado el habitual cigarro, correrlos de su oficina con el pretexto de ser ya pasadas las 10 de la noche y tener que dormir. Eso, si bien les iba, pues otra de sus costumbres, apagar las luces de la cancha, golpear la puerta con su bastón y gritar, “¡ya es hora changos!”.
Como muestra de su admiración y afecto, los jugadores, le obsequian el trofeo de su primer torneo ganado. Mismo que el recibe con gusto.
El hombre parece haber encontrado lo que buscaba, le entrega a mi madre una hoja que contiene una cansada escritura caligráfica. Por su parte, ella le entrega una bolsa llena de fruta.
A pesar de su voz agitada con brillo en los ojos y gran emoción, le cuenta a mi madre la espera del último dato desde la Notaría parroquial de Colima, para al fin poder culminar su libro.
Se coloca sus gafas. Mi mamá comienza a explicarle lo que necesita. Pues se encuentra en la realización de una investigación para su trabajo. Mastica lento y comienza con el relato. Por un momento, creí que aquel papel con anotaciones se trataba de los datos específicos que le daría. Pero me equivocaba. Todo aquello, cada nombre, detalle y fecha, no era más que producto de su buena memoria.
Entre la conversación, cada cierto tiempo se entrometía con un “¿te acuerdas de fulanito?”, “¿te acuerdas cuando zutanito y perenganito?” Ricardo González. Persona encargada del cuidado del anciano durante su estancia en aquella casa. A lo que el viejo con voz cansada y un poco molesta por la interrupción, le respondía. “Si, Ricardo” o por su parte mi madre, “si pariente, conocí a la familia”, o “no pariente, no sé quiénes son”.
Al finalizar el relato, procedemos a despedirnos con la promesa de una futura visita, pero ahora con su postre favorito. Calabaza en almíbar.
Esa fue la última vez que recuerdo haberlo visto antes de su muerte.
El hombre, producto del amor de Carlos Mariano Trujillo C. y Marcelina González M. de O. Nacido en San Gabriel, Jalisco, el 27 de marzo de 1936. Su nombre, Enrique Trujillo González.
Aquel hombre al que la vida le puso múltiples pruebas. Huérfano de madre a los ocho años de edad, el cual, a partir de entonces comienza su estadía en distintos hogares. El primero, con sus tías Emilia y Juanita Trujillo Castillo. Años después, lavaplatos, ayudante de cocina y auxiliar de meseros en algún restaurant de Estados Unidos, al que se introdujo de mojado.
Erique Trujillo, dedicó su vida al perfeccionamiento de sus múltiples talentos. Arduas investigaciones y viajes, administrados con su propio dinero. Cronista y Director de la Casa de la cultura de San Gabriel desde 1974 hasta 1983. Y posteriormente desde su regreso de Estados Unidos en 1999 hasta su muerte. Miembro desde el año 2003, de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística del Estado de Jalisco, A. C. y Secretario de su Capítulo Sur.
La llamada
27 de julio del 2009
Preocupada por no saber de él, marca el teléfono.
— Hola Henri ¿cómo estás? habla tu changa.
— Ay changa te acordaste de mí. — Respondió con emoción —
— Claro que me acuerdo de ti, ¿cómo estás? ¿Qué te han dicho los doctores? Ya vente, te extrañamos, me haces falta, no tengo con quien pelear.
— Ay changa pues aquí en la casa de mi sobrino.
— Por eso, pero, ¿cuándo te vienes, qué te dicen?.
Con esperanza Enrique responde
— Hasta que me den permiso los doctores, espérame, no te desesperes.
— Ya pues ya ponte bien, cuidante y come mucho. Acuérdate que tenemos lo del Festival cultural y viene Eugenia León, tienes que estar fuerte, ¡ándale ya vente!, si no ¿quién me va a ayudar?.
— Mmm ni siquiera me toman en cuenta, ni me dicen nada… — dijo triste.
— Ay pues yo te estoy contando, además ya casi todo está listo, con eso que lo recorrimos por lo de la influenza. Ya sabes los virotes como son, pero te necesitamos todavía. ¿Quién le va a hacer changuitos a Eugenia? por eso ya quiero que te vengas. Ya pues, ya no voy a hablar porque te escuchas cansado. Duérmete para qué agarres fuerzas, descansa y aquí te espero eh.
Dos días después. Se confirma su muerte el 29 de julio del 2009. Sus últimos días los pasó en casa de su sobrino Arturo Trujillo Ramírez, en San Pedro Tlaquepaque.
Comentarios